A veces creo que es mentira eso de que "uno no elige a los amigos". Es decir, está claro que uno no los elige conscientemente, pero hay algún proceso invisible, una suerte de epifanía subconsciente que categoriza a las personas que uno se va cruzando a lo largo de su vida, los mide respecto a ciertos parámetros internos y dice "éste sí" o "éste no". Así resultó que en cierto momento de mi vida, con un poco menos de 25 años, después de haber pasado por algunos trabajos y algún que otro intento universitario (o sea, habiendo conocido a bastantes personas), me encontré todavía amigo de cuatro ex compañeros de la secundaria. Rodrigo, Matute, Beto y José.
El asunto, entonces: Beto se casaba. Había conocido a una chica en la facultad (Paola), se enamoraron, etcétera. Eso pone a los amigos de un hombre en la tesitura de tener que organizar la despedida de soltero correspondiente. Y en dicha tesitura es que pude apreciar cómo evidentemente Rodrigo, Matute, Beto, José y un servidor nos habíamos elegido mutuamente en base a alguna íntima coincidencia no del todo evidente. Porque a ninguno de nosotros se nos cruzó por la cabeza siquiera la idea de organizar una de esas despedidas imbéciles y crueles en las que los amigos del homenajeado lo visten con ropa interior de mujer y lo dejan con los travestis de los bosques de Palermo después de haberle pintarrajeado el agujero del culo con pintura en aerosol, o cosas por el estilo. Ni siquiera hubo discusión al respecto: Beto nos pidió "algo tranqui", y todos estuvimos de acuerdo. Los viejos de Matute se habían separado, y el viejo no iba a estar en el departamento donde vivía, porque se había ido de vacaciones. El departamento tenia un balcón enorme con parrilla. Listo, cayó por su propio peso. Asado en el bulo del viejo de Matute, los cinco amigos inseparables que siguieron eligiéndose después de haber empezado cada uno su propio camino en la vida después de ese cordón de contención, esa realidad virtual que es La Secundaria.