lunes, 28 de noviembre de 2011

Misión Cumplida

A veces creo que es mentira eso de que "uno no elige a los amigos". Es decir, está claro que uno no los elige conscientemente, pero hay algún proceso invisible, una suerte de epifanía subconsciente que categoriza a las personas que uno se va cruzando a lo largo de su vida, los mide respecto a ciertos parámetros internos y dice "éste sí" o "éste no". Así resultó que en cierto momento de mi vida, con un poco menos de 25 años, después de haber pasado por algunos trabajos y algún que otro intento universitario (o sea, habiendo conocido a bastantes personas), me encontré todavía amigo de cuatro ex compañeros de la secundaria. Rodrigo, Matute, Beto y José.

El asunto, entonces: Beto se casaba. Había conocido a una chica en la facultad (Paola), se enamoraron, etcétera. Eso pone a los amigos de un hombre en la tesitura de tener que organizar la despedida de soltero correspondiente. Y en dicha tesitura es que pude apreciar cómo evidentemente Rodrigo, Matute, Beto, José y un servidor nos habíamos elegido mutuamente en base a alguna íntima coincidencia no del todo evidente. Porque a ninguno de nosotros se nos cruzó por la cabeza siquiera la idea de organizar una de esas despedidas imbéciles y crueles en las que los amigos del homenajeado lo visten con ropa interior de mujer y lo dejan con los travestis de los bosques de Palermo después de haberle pintarrajeado el agujero del culo con pintura en aerosol, o cosas por el estilo. Ni siquiera hubo discusión al respecto: Beto nos pidió "algo tranqui", y todos estuvimos de acuerdo. Los viejos de Matute se habían separado, y el viejo no iba a estar en el departamento donde vivía, porque se había ido de vacaciones. El departamento tenia un balcón enorme con parrilla. Listo, cayó por su propio peso. Asado en el bulo del viejo de Matute, los cinco amigos inseparables que siguieron eligiéndose después de haber empezado cada uno su propio camino en la vida después de ese cordón de contención, esa realidad virtual que es La Secundaria.


De todas formas, Rodrigo, Matute, José y yo nos reservamos una sorpresa especial para Beto. Nada original, la verdad, pero ya llegaremos a eso. La noche en cuestión transcurrió tal como habíamos esperado: gastamos un poco más que de costumbre, pero resultó el mejor asado de nuestras vidas. La inspiración y la suerte conspiraron para complementar nuestras por entonces incipientes, prometedoras pero modestas habilidades parrilleras. Comimos como chanchos, y nos supo a gloria. Tomamos vinos que por entonces no habíamos probado nunca, los cuales se nos antojaron ambrosía de los dioses. Por cierto, ahora desearía haber sabido en ese momento que hay disputas respecto a la raíz etimológica de la palabra "ambrosía", sobre si esta refiere a la inmortalidad o a la fragancia; porque esa exquisita disyuntiva resultaba perfectamente apropiada para esa noche sempiterna, en la cual los cinco nos habíamos apartado en el tiempo y el espacio rumbo a ese sitio en el que los recuerdos, los sueños y lo que pudo haber sido se hacen uno en la eternidad. En ese momento éramos inmortales y la fragancia de esa noche era la fragancia de la inmortalidad, esa que nos acompaña hasta ahora como dulce memoria de un tiempo en el que aprendíamos a comportarnos como adultos.

Jugamos al truco. ¿Jugamos? No sé si es correcto hablar de eso como un juego; combinamos estrategia y osadía; hidalgos, torcimos el azar a nuestro favor; heroicos, realizamos proezas y sobrellevamos con gallardía la carga en nuestra consciencia de bajezas tales como haber mentido en el envido. Sobrevivimos, y fuimos mejores personas.

Rememoramos historias de antaño, de mozalbetes fumando en el baño del colegio, de batallas campales con los pibes de otros colegios, de rateadas, de echarse unos polvos absolutamente (ahora lo sabíamos) inexcusables en lugares incómodos, de machetes y exámenes aprobados con lo justo, de hacer de campana en la puerta del baño para que los viejos de un amigo no se den cuenta de que su hijo estaba abrazado al inodoro vomitando una borrachera monumental. Nos emocionamos, y para disimularlo procedimos a hostigar amistosamente a Beto por "la cagada que se estaba por mandar". Y cuando se acabaron las historias, cuando se apagaron las risotadas, cuando el aroma dulzón de la marihuana se disipaba por el balcón, cuando terminábamos de saborear el kilo y medio de helado que habíamos comprado para el postre, supe que era hora de presentarle a Beto la sorpresa que le habíamos preparado. Miré a mis cómplices, salí del depto, atravesé el pasillo que daba al ascensor. Regresé trayendo del brazo, con aire triunfal, a Lola.

Lola era, por ése entonces, una de las chicas más cotizadas en un cabaret de por ahí cerca. Alrededor de un metro setenta. Pelo negro enrulado, ojos verdes y una figura (en ese momento cubierta por un sobretodo) que hacía que uno prácticamente se desmoralice por un instante y se pregunte "¿Qué voy a hacer con todo eso?". Entró al departamento y se sacó el sobretodo, mientras Matute prendía el equipo de música. "Sex bomb", de Tom Jones. No muy original, pero apropiada para el caso. Mis tres cómplices aullaban mientras yo sonreía canchero y llevaba a Lola de la mano hacia la silla donde estaba Beto, petrificado.

Durante un minuto, tal vez dos, no nos dimos cuenta de la reacción de Beto, o más bien de su falta de reacción. Interpretamos que su lividez, su parálisis y su cada vez más notable cara de desconcierto obedecían a la sorpresa. Durante esos sesenta o tal vez ciento veinte segundos, Rodrigo, Matute, José y yo seguíamos aplaudiendo y ululando como pelotudos mientras Lola bailaba frente a Beto, de repente se agachaba y aproximaba peligrosamente la cara a la bragueta de él, lo agarraba de la cabeza y lo hacía hundir la cara en su escote, o se daba vuelta y le movía el culo a escasos centímetros de distancia.

Entonces Matute abrió la puerta de una habitación. Había cubierto los veladores con celofán rojo, y ese resplandor junto con unos sahumerios encendidos estratégicamente una hora antes le daban al cuarto el ambiente de tugurio que considerábamos ideal para que nuestro amigo del alma se despidiera de su soltería con la terrible gata que le habíamos conseguido. Mientras Lola intentaba juguetonamente levantar a Beto de su silla, empezamos a aullar con más fuerza señalando la puerta abierta del cuarto y repitiendo las frases que el protocolo dicta para esas circunstancias:

“¡Al cuarto, al cuarto!”

“¡Disfrutá la libertad ahora que podés!”

“¿Viste el carocito que te conseguimos?”

“¡Hacete hombre, hijo de puta!”

“¡Al cuarto! ¡Al cuarto!”

Entonces nos dimos cuenta, todos más o menos al mismo tiempo, de que algo no estaba del todo bien. Beto se levantó bruscamente de la silla y se apartó de Lola. Se quedó parado como un animal acorralado: brazos y piernas tensos, levemente flexionados, la boca desencajada y temblorosa y una mirada de furia fija en el vacío frente a él. Seguía sonando “Sex bomb”, de Tom Jones.

“¿No entienden nada, pelotudos?” dijo tras unos segundos eternos, mientras se agolpaba un torrente de lágrimas en sus ojos “¡Yo la amo a Pao!”

“Bueno, tampoco es para tanto, boludo…” intervino José. Rodrigo apagó la música.

“Beto…” empecé yo, dirigiéndome hacia donde estaba él sin tener cien por ciento claro qué iba a decir. Igual, no tuve ocasión.

“¡No entienden nada!” gritó Beto; salió corriendo hacia el cuarto, se metió adentro y cerró de un portazo. Afuera se largó a llover.

Nos quedamos callados durante unos instantes. La miré a Lola y ella se encogió de hombros como diciendo "y bué". Le habíamos pagado por adelantado.

"Qué chabón..." dijo José recorriendo el lugar con la mirada.

Matute, anfitrión ante todo, le acercó una silla a Lola.

"¿Querés tomar algo?"

"¿Coca light tenés?"

Tenía. En otro momento lo habría cargado por tener una gaseosa de trolo, pero en esa situación en particular las bromas parecían estar fuera de lugar. Rodrigo le golpeó la puerta a Beto.

"Che, boludo..."

"¡DÉJENME EN PAZ!"

El ambiente se había puesto tenso. Afuera llovía a cántaros. Nadie sabía qué decir. Lola rompió el silencio.

"Bueno, no sé", dijo, "a mí ya me pagaron ¿Me quiere coger alguno de ustedes?". Le habíamos pagado por un completo.

Decidimos que el azar determine quién sería el afortunado. José trajo una escoba que estaba al lado de la parrilla, sacamos una pajita y la partimos en cuatro. Tres fragmentos cortitos y uno largo. Quien sacara el largo disfrutaría de los favores de Lola. Ella agarró los cuatro fragmentos con el puño y dejó que asome más o menos un centímetro de cada uno entre sus dedos índice y pulgar de la mano derecha. Matute sacó el primero. Era corto.

"¡Pero la puta madre, nunca una buena!" exclamó, y se sentó a la mesa, sonriendo con resignación.

Siguió José. Otro fragmento corto. Agachó la cabeza, nos miró a Rodrigo y a mí y dijo:

"Me cago en ustedes dos, par de forros..." y se fue a sentar tras chocarnos los cinco y decir "suerte, putos".

Truenos. Lluvia torrencial. Era una sudestada con todas las de la ley. Me sequé el sudor de la frente, lo miré a Rodrigo, la miré a Lola y me dispuse a agarrar uno de los dos trocitos de paja que quedaban. No sé si me moví lentamente, o si había perdido la noción del tiempo, pero sentí que habían pasado diez o quince segundos cuando mis dedos rozaron una de las pajitas, luego la otra, otra vez la primera y de repente caí en la cuenta de que todos estaban mirando hacia un punto a mi derecha, la puerta del cuarto, que se había abierto para dar paso a Beto.

Ahí estaba, bajo el marco de la puerta. Ahí estaba, hierático y decidido. Ahí estaba, respirando pesadamente, con los ojos enrojecidos y el rostro surcado por el rastro de incontables lágrimas. Un relámpago lo saludó en lontananza. Y entonces habló:

"Está bien", dijo.

Los demás nos miramos entre todos y lo volvimos a mirar a él.

"¿Está bien qué?" le pregunté. Tardó unos segundos en responder, y cuando respondió lo hizo con voz temblorosa.

"Si realmente es tan importante para ustedes," dijo, se aclaró la garganta y continuó, "entonces lo voy a hacer".

Miré a Matute, miré a José, miré a Rodrigo. La miré a Lola. Lo miré a Beto. Bajé la mirada, respiré hondo, la miré a Lola otra vez. La miré mucho. Mirándola señalé a Beto, a mi querido amigo Beto y, extrayendo fuerzas de algún rincón de mi ser que hasta ese momento desconocía por completo, dije:

"Señorita, todo suyo..."

Nunca olvidaré la mirada de reconocimiento que esa criatura celestial me dedicó mientras se levantaba de la silla. Se dirigió hacia la entrada del cuarto donde Beto la esperaba y cerraron la puerta detrás de sí. José, Rodrigo, Matute y yo permanecimos sentados, en silencio, mayormente inmóviles. Más o menos un minuto después, desde el otro lado de la puerta, empezaron a llegar los sonidos inconfundibles de nuestro amigo Beto despidiéndose de su soltería. Con Lola. A eso habíamos venido, esa era la idea, así que debíamos sentirnos satisfechos. Misión cumplida. Estaba rogando que alguien rompa el silencio (el de este lado de la puerta), sin fuerzas para hacerlo yo mismo, cuando Matute se ganó mi gratitud eterna diciendo:

"Che, ¿Quedó faso?"

2 comentarios:

  1. En efecto, es en trsnces como el mencionado cuando un hombre da muestra cabal de la madera de la que está hecho.

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